
Descansados, montamos en un autobús con destino al pueblo de Máncora, balneario de moda por su playa y sus olas cerca de la frontera con Ecuador y, según la guía, el secreto peor guardado del país.
En Perú la mayoría de la gente se desplaza en bus. Como siempre, existe un amplio abanico de compañías y servicios. Los más seguros son los que van directos ya que suelen ocurrir asaltos. Este problema hace que algunas compañías extremen las precauciones, por lo que no es de extrañar que, antes de iniciar un viaje, uno pase por un control de metales, sea cacheado, sea grabado con cámara y, por último, vea que el conductor porta un arma (a ver quién es el intrépido que le pide que reduzca la velocidad). Hace poco leíamos en la prensa local cómo dos asaltantes habían muerto al intentar abordar un bus por la intervención de tres pasajeros; se equivocaron de bus. En esta línea, otras noticias también mostraban cómo en Perú mucha gente toma la justicia por su mano ante la ineficacia del llamado "palacio de la injusticia". Ese mismo diario contenía una noticia de un grupo de personas en un pueblo que había sitiado literalmente una comisaría y amenazaba con quemarla si no les dejaban ajusticiar personalmente a dos delincuentes presos que supuestamente habían atracado y matado a dos ancianos. Eso si, a nosotros no nos ha pasado nunca nada, la gente nos ha tratado genial y nos hemos sentidos seguros, a pesar de las advertencias.

Toda la costa de Perú es un desierto atrapado entre el Pacífico y los Andes. La Panamericana recorre este desierto de norte a sur. Nosotros subimos por la Panamericana Norte y llegamos por la mañana a Máncora.
Nada más bajarnos un calor pegadizo y asfixiante nos recordó que estábamos muy cerca de una zona tropical. Este pueblo también tiene fama de estar maleado por el contrabando de drogas dada su cercanía a la frontera. La Panamericana lo corta por la mitad. En el norte uno de los principales medios de locomoción es el mototaxi, una moto con dos ruedas posteriores que soportan una "carroza" a modo de ricksaw. Nos montamos en uno y buscamos alojamiento sorteando camiones de dos remolques y personas cruzando la carretera delimitada por chiringuitos y puestos de ropa. Nos compramos unas toallas y nos plantamos en la playa bajo una sombrilla para protegernos del calorazo. Alquilamos una tabla de surf y nos pasamos los dos días en el agua. Por suerte, la corriente cálida de El Niño bañan esas costas. El primer día tuvimos la "suerte" de tener por vecinos de toalla a un grupo con un coche, maletero abierto, que emitía cumbia para toda la playa. Tomaban y tomaban hasta que un comentario de unos locales desencadenó una batalla campal. Cuando vimos volar la primera botella, decidimos que no estábamos en el lugar más seguro de la playa y salimos disimuladamente.

Al día siguiente abandonamos la costa para conocer la ciudad de Piura, en el interior. Nos habían avisado del calor sofocante, pero tuvimos buena suerte y pudimos disfrutar de la tranquila pero animada ciudad.
Allí nos encontramos con Lorena y Luís, dos cooperantes españoles conocidos a través de Elena, la mujer de Pepe, con los que vivimos la tarde-noche piurana. Desde Piura partimos hacia Chiclayo por la carretera que atraviesa parte del desierto de Sechura, el más grande del Perú, donde podríamos decir que iniciamos nuestra ruta arqueológica preincaica.
Chiclayo es una ciudad que sirve como base para visitar las ruinas moche existentes en los alrededores. Nuestra primera parada fue Lambayeque donde se halla el moderno museo de las Tumbas Reales de Sipán que alberga todos los objetos descubiertos en la huaca Rajada, un templo funerario del imperio moche que pobló la costa peruana entre los años 100 y 600 d.C. Según nos contaron, uno de los principales problemas a los que se enfrenta la arqueología en Perú son los huaqueros, saqueadores de tumbas. Para cuando Walter Alva, arqueólogo descubridor del Señor de Sipán que representa la máxima autoridad en la cultura moche, muchos de estos saqueadores habían hecho estragos.
El museo narra la historia y exhibe los ornamentos y osamentas originales hallados, como p.ej. las narigueras de oro, utilizadas por el Señor de Sipán para ocultar cualquier muestra de expresión al ser considerado éste una deidad.



Otro museo interesante de Lambayeque es el museo Bruning donde muestran el desarrollo de la cerámica en las diferentes culturas preincaicas que poblaron los valles-oasis a lo largo del desierto.
Tras el día de museos y empapados de la fascinante cultura moche, pasamos a visitar las ruinas arqueológicas. El primero de ellos estaba en Ventarrón, aún en proceso de excavación a cargo de Ignacio Alva, hijo de Walter Alva y emplazado entre extensos cultivos de caña de azúcar que constituyen el sustento de muchos habitantes de la zona. En Ventarrón, un pueblito que hace honor a su nombre, recorrimos las excavaciones e incluso nos permitieron echar un vistazo a las pinturas murales de colores rojos y blancos más antiguas de América.
Tuvimos la oportunidad de charlar con Ignacio, gracias a que Pepe había participado en un documental sobre el Sr. de Sipán con Walter Alva. De seguido fuimos hasta la huaca Rajada a visitar la tumba sobre el terreno. En todos nuestros trayectos por la zona íbamos viendo en el campo montículos de arena desgastados por la lluvia, el viento y el tiempo, que son huacas, vestigios vivos de la cultura preincaica. Antes de proseguir la ruta hacia el siguiente destino, María volvió a tener un incidente con una cisterna de baño, esta vez en el hotel: se la cargó, inundando de nuevo el baño, y la tuvimos que pagar. *Nota de David: No es la primera ni será la última, ¿apuestas?


Nuestra última parada antes de regresar a Lima para reunirnos con Isabel, fue Huanchaco, un pueblo a orillas del Pacífico conocido por su excelente pescado, su cercano complejo arqueológico de Chan Chan, la policromada Huaca de la Luna y el Sol, los caballitos de Totora y por ser, según el que nos alquiló las tablas, la cuna del surf.
Visitamos Chan Chan, una antigua ciudad frente al mar de la cultura preincaica chimu que tuvo numerosas influencias en la cultura inca. Curiosamente, estos últimos, según la guía, se los cargaron cortándoles el agua que bajaba del cerro. En uno de sus recintos amurallados abiertos al público observamos su arquitectura basada en el adobe, cómo utilizaban también sistemas antisísmicos, dominaban la pesca e incluso conocían el fenómeno del Niño y el comportamiento de las corrientes.

Terminada la ruta arqueológica aprovechamos para descansar y practicar surf en las bravas y frías aguas del pacífico. Información para surfistas: cerca de Huanchaco está Punta Chicama, que tiene una ola que se puede "correr" a lo largo de cuatro kilómetros. También vimos cómo los locales se enfrentaban a las olas en sus caballitos de totora (embarcación hecha a partir de juncos) y lanzaban sus redes. Una tarde fuimos al malecón a pescar. Mientras lo intentábamos y conversábamos con algún pescador incondicional del muelle, veíamos como otros locales iban más allá e intentaban pescar cormoranes con peces de cebo. Por la noche asistimos a la celebración del 188 aniversario del pueblo. Hubo una verbena en familia y un colorido despliegue de fuegos.

De ahí tomamos un bus nocturno a Lima. A la mañana siguiente nos encontramos con Isa, amiga de María.
Un abrazo,
David y María
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